martes, 24 de abril de 2012

Cuadernos para el aula: Prácticas del lenguaje 2º ciclo

Prácticas del Lenguaje 2º ciclo de la EGB. nivel Primaria

Diseño de Prácticas del Lenguaje 1º Ciclo

Diseño Prácticas del Lenguaje 1º Ciclo

Diseño de Prácticas del Lenguaje 2º Ciclo

Diseño Prácticas del Lenguaje 2º Ciclo

Cuadernos para el aula: Prácticas del lenguaje 1º

1ero Practicas del lenguaje

Prácticas del Lenguaje en el Diseño Curricular

Planificación de la Enseñanza Prácticas del Lenguaje

martes, 17 de abril de 2012

Otros cuentos de hadas


Otros títulos de cuentos en los que aparecen las hadas como personajes son:
Los chanclos de la suerte de H. C. Andersen: dos hadas hacen una apuesta.
Pulgarcita, también de Andersen: las aventuras de una minúscula niña que acaba convertida en la esposa del principe de las hadas de las flores.
La Sirenita de Andersen, que, con un final muy diferente al que inventó Disney, acaba convertida en hada del aire.

Cuentos con hadas: El hada del saúco de Andersen



Érase una vez un chiquillo que se había resfriado. Cuando estaba fuera de casa se había mojado los pies, nadie sabía cómo, pues el tiempo era completamente seco. Su madre lo desnudó y acostó, y, pidiendo la tetera, se dispuso a prepararle una taza de té de saúco, pues esto calienta. En esto vino aquel viejo señor tan divertido que vivía solo en el último piso de la casa. No tenía mujer ni hijos pero quería a los niños, y sabía tantos cuentos e historias que daba gusto oírlo.

-Ahora vas a tomarte el té -dijo la madre al pequeño- y a lo mejor te contarán un cuento, además.

-Lo haría si supiese alguno nuevo -dijo el viejo con un gesto amistoso-. Pero, ¿cómo se ha mojado los pies este rapaz? -preguntó.

-¡Eso digo yo! -contestó la madre-. ¡Cualquiera lo entiende!

-¿Me contarás un cuento? -pidió el niño.

-¿Puedes decirme exactamente -pues debes saberlo- qué profundidad tiene el arroyo del callejón por donde vas a la escuela?

-Me llega justo a la caña de las botas -respondió el pequeño-, pero sólo si me meto en el agujero hondo.

-Conque así te mojaste los pies, ¿eh? -dijo el viejo-. Bueno, ahora tendría que contarte un cuento, pero el caso es que ya no sé más.

-Pues invéntese uno nuevo -replicó el chiquillo-. Dice mi madre que de todo lo que observa saca usted un cuento, y de todo lo que toca, una historia.

-Sí, pero esos cuentos e historias no sirven. Los de verdad, vienen por sí solos, llaman a la frente y dicen: ¡aquí estoy!

-¿Llamarán pronto? -preguntó el pequeño. La madre se echó a reír, puso té de saúco en la tetera y le vertió agua hirviendo.

-¡Cuente, cuente!

-Lo haré, si el cuento quiere venir por sí solo, pero son muy remilgados. Sólo se presentan cuando les viene en gana. ¡Espera! -añadió-. ¡Ya lo tenemos! Escucha, hay uno en la tetera.

El pequeño dirigió la mirada a la tetera; la tapa se levantaba, y las flores de saúco salían del cacharro, tiernas y blancas; proyectaron grandes ramas largas, y hasta del pitorro salían, esparciéndose en todas direcciones y creciendo sin cesar.

Era un espléndido saúco, un verdadero árbol, que llegó hasta la cama, apartando las cortinas. Era todo él un cuajo de flores olorosas, y en el centro había una anciana de bondadoso aspecto, extrañamente vestida. Todo su ropaje era verde, como las hojas del saúco, lleno de grandes flores blancas. A primera vista no se distinguía si aquello era tela o verdor y flores vivas.

-¿Cómo se llama esta mujer? -preguntó el niño.

«Verás: los romanos y griegos -respondió el viejo- la llamaban Dríada, pero esta palabra no la entendemos nosotros. Allá en Nyboder le damos otro nombre mejor; la llamamos "mamita saúco", y has de fijarte en esto. Escucha y contempla el espléndido saúco. Hay uno como él, florido también, allá abajo; crecía en un ángulo de una era pequeña y humilde. Un mediodía dos ancianos se habían sentado al sol, bajo aquel árbol. Eran un marino muy viejo y su mujer, que no lo era menos. Tenían ya bisnietos, y pronto celebrarían las bodas de oro, aunque apenas se acordaban ya del día de su boda; el hada, desde el árbol, parecía tan satisfecha como esta de aquí.

-Yo sé cuándo son sus bodas de oro -dijo; pero los viejos no la oyeron; hablaban de tiempos pasados.

-¿Te acuerdas? -decía el viejo marino-. ¿Te acuerdas de cuando éramos niños y corríamos y jugábamos en esta misma era? Plantábamos tallitos en el suelo y hacíamos un jardín.

-Sí -replicó la anciana-, lo recuerdo bien. Regábamos los tallos; uno e ellos era una rama de saúco, que echó raíces y sacó verdes brotes y se convirtió en un árbol grande y espléndido; este mismo bajo el cual estamos.

-Sí, esto es -dijo él-; y allí en la esquina había un gran barreño; en él flotaba mi barca. Yo mismo me la había tallado. ¡Qué bien navegaba! Pero pronto lo haría yo por otros mares.

-Sí, pero antes fuimos a la escuela y aprendimos unas cuantas cosas prosiguió ella- Y luego nos prometieron. Los dos llorábamos, pero aquella tarde fuimos, cogidos de la mano, a la Torre Redonda, para ver el ancho mundo que se extiende más allá de Copenhague y del océano. Después nos fuimos a Frederiksberg, donde el Rey y la Reina paseaban por los canales en su embarcación de gala.

-Pero pronto me tocó a mí navegar por otros lugares, durante muchos años. Fui lejos, muy lejos, en el curso de largos viajes.

-Sí, ¡cuántas lágrimas me costaste! -dijo ella-. Creí que habías muerto; te veía en el fondo del mar, sepultado en el fango. ¡Cuántas noches me levanté para ver si la veleta giraba! Sí, giraba, pero tú no volvías. Me acuerdo de un día que estaba lloviendo a cántaros, el basurero se paró frente a la puerta de la casa donde yo servía. ¡Era un tiempo espantoso! Yo salí con el cubo de basura y me quedé en la puerta, y mientras aguardaba allí se me acercó el cartero y me dio una carta, una carta tuya. ¡Dios mío, lo que había viajado aquel sobre! Lo abrí y leí la carta, llorando y riendo a la vez. ¡Estaba tan contenta! Decía el papel que te hallabas en tierras cálidas, donde crecía el café. ¡Qué país más maravilloso debe ser! ¡Me contabas tantas cosas! Y yo las estaba viendo mientras la lluvia caía sin cesar, de pie yo con mi cubo de basura. Alguien me cogió por el talle...

-Pero tú le propinaste un buen bofetón, muy sonoro por cierto.

-No sabía que fueses tú. Habías llegado junto con la carta y ¡estabas tan guapo! -y todavía lo eres-. Llevabas en el bolsillo un largo pañuelo de seda amarillo, y un sombrero nuevo. ¡Qué elegante ibas! ¡Dios mío y qué tiempo hacía, y cómo estaba la calle!

-Entonces nos casamos -dijo él-, ¿te acuerdas? ¿Y de cuándo vino el primer hijo, y después María y Niels, y Pedro, y Juan, y Cristián?

-Sí, y todos crecieron y se hicieron personas como Dios manda, a quienes todo el mundo aprecia.

-Y sus hijos han tenido ya hijos a su vez -dijo el viejo-. Nuestros bisnietos; hay buena semilla. ¿No fue en este tiempo del año cuando nos casamos?

-Sí, justamente es hoy el día de sus bodas de oro -intervino el hada del sabucal, metiendo la cabeza entre los dos viejos, los cuales pensaron que era la vecina que les hacía señas. Se miraron a los ojos y se cogieron de las manos.

Al poco rato se presentaron los hijos y los nietos; todos sabían muy bien que eran las bodas de oro; ya los habían felicitado, pero los viejos se habían olvidado, mientras se acordaban muy bien de lo ocurrido tantos años antes. El saúco exhalaba un intenso aroma, y el sol, cerca ya de la puerta, daba a la cara de los abuelos. Los dos tenían rojas las caras, y el más pequeño de sus nietos bailaba a su alrededor, gritando, alegre, que habría cena de fiesta: comerían patatas calientes. Y el hada asentía desde el árbol y se sumaba a los hurras de los demás».

-Pero esto no es un cuento -observó el chiquillo, que escuchaba la narración.

-Tú lo sabrás mejor -replicó el viejo señor que contaba-. Lo preguntaremos al hada del saúco.

-No fue un cuento -dijo ésta-; el cuento viene ahora. Las más bellas leyendas surgen de la realidad; de otro modo, mi hermoso saúco no podría haber salido de la tetera.

Y, sacando de la cama al chiquillo, lo estrechó contra su pecho, y las ramas cuajadas de flores se cerraron en torno a los dos. Quedaron ellos rodeados de espesísimo follaje, y el hada se echó a volar por los aires. ¡Qué indecible hermosura!

El hada se había transformado en una linda muchachita, pero su vestido seguía siendo de la misma tela verde, salpicada de flores blancas, que llevaba en el saúco. En el pecho lucía una flor de saúco de verdad, y alrededor de su rubia cabellera ensortijada, una guirnalda de las mismas flores. Sus ojos eran grandes y azules, y era maravilloso mirarlos. Ella y el chiquillo se besaron, y entonces quedaron de igual edad, sintiendo las mismas alegrías.

Cogidos de la mano salieron de entre el follaje, y de pronto se encontraron en el espléndido jardín de la casa paterna; en medio del verde césped, el bastón del padre aparecía atado a una estaquilla. Para los pequeñuelos había vida en aquel bastón; no bien se hubieron montado en él, el reluciente pomo se convirtió en una magnífica cabeza de caballo, con larga y negra melena ondulante, y de la caña salieron cuatro patas esbeltas y vigorosas; el animal era robusto y valiente. Se echaron a cabalgar a galope por el césped.

-¡Olé!, correremos muchas millas -dijo el muchacho-; iremos a la finca donde estuvimos el año pasado.

Y venga cabalgar alrededor del césped, mientras la muchacha, que, como sabemos, era el hada del saúco, gritaba:

-Ya estamos llegando. ¿Ves la casa de campo, con el gran horno que parece un gigantesco huevo que sale de la pared y da al camino?

El saúco extiende sus ramas por encima, y el gallo va de un lado a otro, escarbando el suelo para sus gallinas. ¡Mira cómo se pavonea! Ahora estamos cerca de la iglesia, en la cumbre de la colina, entre corpulentos robles, uno de los cuales está medio muerto. Y ahora llegamos a la herrería, donde arde el fuego, y los hombres, medio desnudos, golpean con sus martillos esparciendo una lluvia de chispas. ¡Adelante, camino de la casa de los señores!

Y todo lo que iba nombrando la chiquilla montada en el bastón, lo veía el niño, a pesar de que no se movían del prado. Jugaron luego en el camino lateral y plantaron un jardincito en la tierra; ella se sacó una flor de saúco del cabello y la plantó; y creció como hiciera aquel que habían plantado los viejos cuando niños ya. Iban cogidos de la mano, como los abuelos hicieron de pequeños, pero no se encaminaron a la Torre Redonda ni al jardín de Frederiksberg, sino que la muchacha sujetó al niño por la cintura y se echaron a volar por toda Dinamarca; y llegó la primavera, y luego el verano, el tiempo de la cosecha y, finalmente, el invierno; y miles de imágenes se pintaban en los ojos y el corazón del niño, mientras la muchachita cantaba:

-¡Jamás olvidarás esto!

En todo el curso del vuelo, el saúco estuvo exhalando su aroma suave y delicioso. Bien observaba el niño las rosas y las hayas verdes, pero el sabucal olía con mayor intensidad aún, pues sus hojas pendían del corazón de la niña, y sobre él reclinaba el pequeño a menudo la cabeza durante el vuelo.

-¡Qué hermoso es esto en primavera! -exclamó la muchacha; y se encontraron en el bosque de hayas en pleno reverdecer, con olorosas asperillas al pie de los árboles y rosados anemones entre la hierba-. ¡Ah!, ¿por qué no será siempre primavera en los perfumados hayales de Dinamarca?

-¡Qué espléndido es aquí el verano! -exclamó ella, mientras pasaban por delante de viejos castillos del tiempo de los caballeros, cuyos rojos muros y recortados frontones se reflejaban en los canales donde nadaban cisnes, y a lo largo de los cuales se extendían antiguas y frescas avenidas. En los campos, las mieses ondeaban como el mar; en los ribazos crecían flores rojas y amarillas, y en los setos prosperaba el lúpulo silvestre y la florida enredadera. Al anochecer se remontó la luna, grande y redonda; los montones de heno de los prados esparcían su agradable fragancia.

-¡Esto no se olvida nunca!

-Es magnífico aquí el otoño -volvió a exclamar la muchachita. El aire era aún más alto y más azul, y el bosque presentaba una bellísima combinación de tonos rojos, amarillos y verdes. Pasaban corriendo perros de caza, grandes bandadas de aves salvajes volaban gritando por encima de los sepulcros megalíticos, recubiertos de zarzamoras, que proyectaban sus sarmientos en torno a las vetustas piedras. El mar era de un azul negruzco y aparecía salpicado de barcos de vela, y en la era mujeres maduras, doncellas y niños, recogían lúpulo y lo metían en un gran tonel; los jóvenes cantaban canciones, mientras los viejos narraban cuentos de duendes y gnomos. ¿Dónde podía estarse mejor?

-¡Qué hermoso es aquí el invierno! -repitió la niña-. Todos los árboles estaban cubiertos de escarcha, como blancos corales; la nieve crepitaba bajo los pies, como si se llevasen siempre zapatos nuevos, y en el cielo se sucedían las lluvias de estrellas. En la sala estaba encendido el árbol de Navidad; había regalos y buen humor; en las casas de labranza resonaba el violín, y rebanadas de manzana caían a la sartén.

Hasta los niños más pobres decían:

-¡Qué hermoso es el invierno!

Y sí, era hermoso; y la muchachita enseñaba al niño todas las cosas; el saúco seguía exhalando su fragancia, y la bandera roja con la cruz blanca seguía ondeando; aquella bandera bajo la cual había navegado el viejo marino de Nyboder.

El niño se hizo un mozo y tuvo que salir al ancho mundo, lejos, a las tierras cálidas, donde crece el café. Pero al despedirse, la muchacha se desprendió del pecho una flor de saúco y se la dio como recuerdo. Él la puso cuidadosamente en su libro de cánticos, y siempre que lo abría en tierras extrañas, lo hacía en la página donde guardaba la flor; y cuanto más la contemplaba, más verde se ponía ella. Le parecía al mozo respirar el aroma de los bosques patrios, y veía claramente a la muchacha que lo miraba por entre los pétalos con aquellos ojos suyos azules y límpidos; y susurraba:

-¡Qué hermosos son aquí la primavera, el verano, el otoño y el invierno!

Y centenares de imágenes cruzaban su mente.

Así transcurrieron muchos años; el muchacho era ya un anciano, y estaba sentado con su anciana esposa bajo un árbol en flor. Se habían cogido de las manos, como el bisabuelo y la bisabuela de Nyboder, y, lo mismo que ellos, hablaban de los tiempos pretéritos y de las bodas de oro. La muchachita de ojos azules y de las flores de saúco en el pelo, desde lo alto del árbol, inclinaba la cabeza con gesto de aprobación y decía:

-Hoy celebran sus bodas de oro.

Sacándose luego dos flores de su corona, las besó, y ellas relucieron primero como plata y después como oro; y cuando las puso en las cabezas de los ancianos, cada flor se transformó en una áurea corona. Y allí seguían los dos, semejantes a un rey y una reina, bajo el árbol fragante; y él contaba a su anciana esposa la historia del hada del sabucal, igual que se la habían contado antes a él, cuando era un chiquillo; y los dos convinieron en que en aquella historia había muchas cosas que corrían parejas con la propia; y lo que más se parecía era lo que más les gustaba.

-Así es -dijo la muchachita del árbol-. Algunos me llaman hada, otros Dríada, pero en realidad mi nombre es Recuerdo. Yo soy la que vive en el árbol, que crece y crece continuamente. Puedo pensar en lo pasado y contarlo. Déjame ver si conservas aún tu flor.

El viejo abrió su libro de cánticos, y allí estaba la flor de saúco, fresca y lozana como si acabase de cogerla; y el Recuerdo hizo un gesto de aprobación, y los dos ancianos. Con las coronas de oro en la cabeza, siguieron sentados al sol poniente. Cerraron los ojos y... bueno, el cuento se ha terminado.

El chiquillo yacía en su cama; ¿había sido aquello un sueño, o realmente le habían contado un cuento? Sobre la mesa se veía la tetera, pero de ella no salía ningún saúco, y el anciano señor del piso alto se dirigía a la puerta para marcharse.

-¡Qué bonito ha sido! -dijo el pequeñuelo-. ¡Madre, he estado en las tierras cálidas!

-No me extraña -respondió la madre-. Cuando uno, se ha tomado un par de tazas de infusión de flor de saúco, no hay duda de que se encuentra en las tierras cálidas.

Y lo arropó bien, para que no se enfriara.

-Estuviste durmiendo mientras yo y él discutíamos sobre si era un cuento o una historia.

-¿Y dónde está el hada del saúco? -preguntó el niño.

-En la tetera -replicó la mujer-, y puede seguir en ella.

FIN

Cuentos con hadas: Ricardo del Copete de Perrault




Había una vez una reina que tuvo un hijo tan horrible y tan deforme, que se discutía sobre si en realidad tenía cuerpo humano. Un hada que asistió a su nacimiento, dijo, sin embargo, que él sabría sobreponerse a todo eso, ya que tendría mucha inteligencia, fuera de lo común. Ella además agregó que él tendría en sus manos un gran poder, en virtud de un regalo que le acababa de dar, de otorgarle tanta inteligencia como le fuera posible a quien él mejor llegara a amar. Todo esto confortaba a la pobre reina. Es cierto que en cuanto este niño aprendió a hablar, decía miles de cosas preciosas, y que en todos sus actos había una inteligencia desbordante. Me olvidaba de contarles que él nació con un pequeño copete de cabello sobre su cabeza, que hizo que le llamaran "Ricardo del Copete", ya que Ricardo era el nombre familiar.

Siete u ocho años más tarde, la reina de un reinado vecino tuvo dos hijas gemelas. La primera de ellas en nacer era más bella que el día, y como la reina se encontraba tan sumamente complacida, los que estaban presentes temían que aquel exceso de dicha pudiera más bien serle dañino.

La misma hada que había estado presente en el nacimiento de Ricardo del Copete, también estaba aquí, y para moderar el entusiasmo de la reina, declaró que esta pequeña princesita, no tendría mayor inteligencia, y sería tan ingenua como bella que era. Esto mortificó a la reina en extremo, pero fue aún mayor su tristeza cuando vio que la segunda niña era muy fea.

-"No se aflija demasiado, señora"- dijo el hada, -"su segunda ñiña tendrá su recompensa. Ella tendrá tanta inteligencia, que su falta de belleza pasará desapercibida."-

-"Que Dios así lo conceda."- replicó la reina, -"Pero ¿no habrá manera de que la mayor, que es tan linda, tenga algo de inteligencia?"-

-"En cuanto a inteligencia, yo no puedo hacer nada por ella, señora"- contestó el hada, -"pero en cuanto a belleza, no la dejaré a usted sin alguna satisfacción. Yo le regalaré a ella el don de hacer bella a la persona que mejor le plazca a ella."-

A medida que las princesas crecían, sus perfecciones también lo hacían. Todas las conversaciones del pueblo eran sobre la belleza de la mayor, y la poco común grandiosa inteligencia de la menor. Es cierto que también sus defectos crecieron considerablemente junto con ellas. La menor era cada vez más horrible, y la mayor era cada día más ingenua: ya fuera que no supiera contestar a lo que se le preguntara, o que decía cualquier tontería. Y se había hecho tan inútil con sus movimientos, que ni siquiera podía poner la vajilla sobre el mantel, quebrando a menudo las piezas. Y si trataba de tomar un vaso de agua, regaba la mitad sobre su ropa.

Aunque la belleza era una gran ventaja entre la gente joven, la menor era siempre la preferida entre la sociedad. La gente, por supuesto, iba primero a admirar la belleza de la mayor, pero rápidamente pasaba donde la menor a escuchar las maravillosas y entretenidas conversaciones que sostenía. Y era sorprendente ver como, en menos de un cuarto de hora, la mayor se quedaba sin un alma que la acompañara, mientras que con la menor se formaba un gran tumulto de personas a su alrededor.

La mayor, aunque tontita como era, no fallaba en notar esta diferencia, y sin la menor queja, pensaba que bien cambiaría toda su belleza por tener siquiera la mitad de la inteligencia de su hermana. La reina, prudente como era, no podía a veces reprimirse de llamarle la atención por sus descuidos, lo que casi mataba a la pobre princesa de pesadumbre.

Un día, en que la mayor se había escondido en un bosque para paliar su mala fortuna, vio venir hacia ella un joven muy desagradable de apariencia, pero magníficamente vestido. Este era Ricardo del Copete, quien habiéndose enamorado de ella al verla en una pintura -que habían sido distribuídas por todo el mundo-, había dejado su reino para tener el placer de conocerla personalmente y conversar con ella. Sumamente complacido de haberla encontrado sola, él se presentó con toda la amabilidad y el respeto imaginables. Habiendo observado que después de haberle hecho todos los cumplimientos acostumbrados, ella se mostraba toda melancólica, le dijo:

-"No puedo comprender, señora, cómo una persona tan bella como tú pueda estar tan triste como aparenta. Porque yo, que puedo asegurar de haber visto un gran número de damas lindamente presentadas, puedo decir con firmeza, que nunca ví una dama que siquiera se aproximara a tu belleza."-

-"Te agrada decir eso"- replicó la princesa, y no dijo nada más.

-"Belleza"- dijo Ricardo del Copete, -"es de tan gran ventaja, ya que todas las demás cosas pueden quedar a un lado, y desde que tú posees este tesoro, no veo que haya nada que pueda causarte aflicción."-

-"Es muchísimo mejor"- contestó ella, -"ser tan horroroso como tú eres, pero tener inteligencia, que tener la belleza que poseo, pero siendo a la vez tan ingenua como soy."-

-"No hay nada"- le dijo él, -"que muestre mayor inteligencia que creer que no tenemos ninguna, y es la naturaleza de esa excelente cualidad que la mayoría de la gente tiene, que los hace creer que es lo que más les está haciendo falta."-

-"Yo no sé eso"- dijo la princesa, -"pero sí sé muy bien que no soy inteligente, y eso me amarga profundamente."-

-"Si eso es todo lo que te afecta, señora, yo puedo fácilmente poner fin a tu aflicción."-

-"¿Y cómo harías eso?"- preguntó la princesa.

-"Yo tengo el poder, señora"- replicó Ricardo del Copete, -"de darle a la persona que más amo, tanta inteligencia como pueda tener, y como tú, señora, eres esa persona, sería solamente tu falta si no quisieras compartirla con alguien, aceptando que te gustaría casarte conmigo."-

La princesa se sintió confundida y no respondió ni una palabra.

-"Ya veo"- replicó Ricardo del Copete, -"que mi propuesta no te complace, y no me extraña, pero te daré todo un año para que la consideres."-

La princesa tenía tan poquita inteligencia, y al mismo tiempo, un intenso deseo de tener alguna, que ella imaginaba que el final de ese año jamás llegaría, así que aceptó la propuesta que le fue hecha.

No más le había prometido a Ricardo del Copete que se casaría con él en ese día dentro de doce meses, cuando se encontró totalmente diferente a como había sido hasta ahora: tenía una increíble facultad de conversar sobre cualquier cosa que tuviera en su mente en una forma amable, fácil y natural.

Y en ese momento ella comenzó una galante conversación con Ricardo del Copete, la cual ella mantuvo en tan alto nivel, que Ricardo del Copete creyó que le había dado mucha más inteligencia que la que había reservado para sí mismo.

Cuando ella regresó a su palacio, toda la corte no sabía que pensar del tan sorpresivo y extraordinario cambio, pues escuchaban de ella ahora una mucho más sensible y erudita forma de hablar, con frases llenas de sabiduría, comparadas con las ingenuidades y sin sentidos que anteriormente expresaba. Toda la corte se alegró mucho más de lo que uno podría imaginarse. Todos estaban encantados, excepto su hermana, porque al no tener la ventaja sobre ella con respecto a la sabiduría, ahora ella se sentía en una posición inferior, pero sin guardarle ningún rencor por ello.



El rey siguió gobernando siguiendo sus consejos, e incluso muchas veces realizaba las reuniones con sus ministros en su apartamento. Las noticias sobre este cambio en la princesa se extendieron por todos lados. Los príncipes de los reinos vecinos hacían todo lo que podían para ganar su favor, y casi todos la pedían en matrimonio, pero ella no encontraba a ninguno con suficiente sabiduría para ella. A todos les daba audiencia, pero ninguno la convencía.

Sin embargo, un día llegó uno tan poderoso, tan sabio, y tan apuesto, que no podía negar sentir una fuerte atracción hacia él. Su padre lo notó, y le dijo que era voluntad de ella el escoger un marido, y que debía de aclarar sus intenciones. Ella le agradeció a su padre, y le pidió le diera tiempo para analizar la situación.

Por casualidad, ella salió a caminar por el bosque por donde conoció a Ricardo del Copete, pues buscaba el lugar más conveniente para pensar sobre qué decisión tomar. Mientras caminaba en profunda meditación, escuchó un confuso ruido a su alrededor, como si mucha gente corriera muy apresurada para atrás y para adelante. Y poniendo más atención, oyó a alguien que decía:

-"Dame esa olla"-, otro -"dame la cafetera"-, y un tercero -"pon leña para el fuego"-

Al mismo tiempo el bosque se abrió, y vio ante sus ojos una gran cocina llena de cocineros, ayudantes, y toda clase de oficiales necesarios para una gran fiesta. Entonces salió un grupo de cocineros, como unos veinte o treinta, que arreglaron una gran mesa en el bosque, quienes tenían en sus manos pines para carnes, y colas de zorro en sus sombreros, y comenzaron a trabajar, cantando harmoniosamente una linda tonada.

La princesa, totalmente confundida por todo lo que veía, le preguntó a ellos para quien trabajaban.

-"Para el príncipe Ricardo del Copete"- dijo el jefe de ellos, -"quien se casará mañana."-

La princesa, más sorprendida que nunca, y recapacitando de pronto que hoy era el día de los doce meses en que le había prometido al príncipe su matrimonio, sólo deseaba que se la tragara la tierra.

La razón por la que ella olvidara eso, es que cuando hizo la promesa, ella era muy ignorante, y habiendo obtenido la gran sabiduría que el príncipe le otorgó, había por completo olvidado todas las cosas que hizo cuando era ingenua. Ella entonces continuó su caminata, pero no había caminado unos treinta pasos, cuando se encontró con Ricardo del Copete, todo galante y magníficamente vestido, como debía ser para un príncipe que iba a su boda.

-"Ya ves, señora"- dijo él, -"que yo estoy cumpliendo a cabalidad mi palabra, y no dudo en lo más mínimo que has venido aquí para cumplir también tu promesa."-

-"Francamente te confieso"- contestó la princesa, -"que aún no he llegado a ninguna decisión en este asunto, y creo que nunca estaré en condición de llegar a una como es tu deseo."-

-"Me asombras, señora."- dijo Ricardo del Copete.

-"Bien te lo creo"- dijo ella, -"y con seguridad, si tuviera que hacerlo con un payaso, o con un hombre sin inteligencia, yo me sentiría mucho más perdida. 'Una princesa debe siempre mantener su palabra', me dirían sin ninguna duda, 'y debes casarte conmigo porque así me lo prometiste'. Pero como con quien estoy conversando es el hombre que en todo el mundo es el maestro de la sabiduría y el de mayor inteligencia, estoy segura que oirá mis razones. Bien sabes que cuando yo era tonta, difícilmente podía comprender qué significaba casarme contigo. ¿Por qué me habrías de pedir, ahora que tengo toda la capacidad de juicio que me diste, llegar a una decisión que entonces no estaba en condición de tomar en mi mente? Si sinceramente piensas hacerme tu esposa, sería un grave error de tu parte, no librarme de mi simplicidad, y hacerme ver las cosas con mayor claridad que con la que yo las veo."-

-"Si un hombre sin sabiduría ni inteligencia"- replicó Ricardo del Copete, -"fuera bien recibido, como tú dices, en cumplimiento de tu palabra, ¿por qué no me permites, señora, tener el mismo trato en un asunto del que depende toda la felicidad de mi vida futura? ¿Es razonable que personas que tienen sabiduría e inteligencia estén en peores condiciones que aquellas que no las tienen? ¿Cómo podrías hacer eso, tú que las posees, y que tanto deseaste llegar a tenerlas? Pero vamos al grano, si me permites. Dejando de lado mi deformidad y fealdad, ¿hay alguna otra cosa que te disguste de mí? ¿Te disgusta mi posición social, mi sabiduría, mi humor, o mis modales?

-"De ninguna manera"- contestó la princesa, -"Te amo y respeto en todo lo que mencionas."-

-"Si en efecto así es"- dijo Ricardo del Copete, -"quedo muy feliz, pues tienes el poder de convertirme en el más apuesto de los hombres."-

-"¿Y cómo puede ser eso?"- dijo la princesa.

-"Está hecho"- dijo él, -"si me amas lo suficiente para desear que así sea, y no dudas en lo más mínimo, señora, de lo que estoy diciendo, debes de saber que la misma hada que en mi nacimiento me dió el poder de darle a la persona que más amara total sabiduría y entendimiento, de igual forma te dió a tí el poder de hacer de quien más amaras, el hombre más apuesto de la tierra.

-"Si es así"- dijo ella, -"deseo con todo mi corazón, que tú seas el más adorable príncipe del mundo, y te otorgo mi regalo a lo máximo que me es es posible."-

No había la princesa terminado de pronunciar aquellas palabras, cuando Ricardo del Copete apareció ante ella como el más galante y fino príncipe del mundo, el más apuesto y agradable que ella nunca había visto.

Algunos dicen que no eran tanto las virtudes del hada, sino el mismo amor, quien realizó los cambios.

También comentan que la princesa, habiendo hecho reflexión sobre la perseverancia de su pretendiente, su discreción, y todas la buenas cualidades que le rodeaban, y con la sabiduría y buen juicio que ella poseía, nunca más volvió a verle deformidades en su cuerpo, ni fealdad en su rostro, y que su joroba no era más que una bolsa de aire bajo su camisa, y que todo lo que antes le parecía horrible, ahora era algo que le encantaba enormemente.

Además decían que sus ojos, que eran muy bizcos, le parecían a ella muy chispeantes y brillantes, que toda irregularidad era a su juicio una marca de su afecto, y en resumen, que su gran nariz roja, era en su opinión, de un gran carácter marcial y heroico.

Entonces la princesa de inmediato lo aceptó en matrimonio, con la condición de que su padre el rey, también lo aceptara. El rey, viendo que su hija realmente amaba a Ricardo del Copete, a quien él conocía como un gran sabio y justo príncipe, lo recibió con cariño como su yerno, y a la mañana siguiente se realizó la boda tal como Ricardo del Copete la tenía preparada, dentro del bosque.

Enseñanza:

Con un muy buen juicio, para el verdadero y sincero amor, no existen los defectos.

Cuentos con hadas: LAS HADAS DE KNOCKGRAFTON

El siguiente cuento pertenece a la tradición celta. Quizás no sea muy apropiado para alumnos del primer ciclo, pero siempre se puede hacer una adaptación adecuada a los lectores a los que vaya destinado:



Hace ya muchísimos años, tantos que no podría contarlos, en la fértil tierra de Lough Neagh existió un hombre muy, pero muy pobre, que vivía en una humilde choza, a la orilla del río Bann, cuyas aguas turbulentas bajan de las sombrías laderas de los montes Anthrim.
Lushmore, a quien habían apodado así los lugareños, a causa de que siempre llevaba en su alto sombrero de rafia una pequeña rama de muérdago, como la que los leprechauns ponen en las hebillas de los suyos, tenía sobre su espalda una gran joroba, que prácticamente lo doblaba en dos, como si una mano gigante hubiera arrollado su cuerpo hacia arriba y se lo hubiera colocado sobre los hombros. Tal era el peso de ese enorme apósito de carne, que cuando el pobre Lushmore estaba sentado —y lo estaba casi todo el tiempo, pues sus
flacas piernas apenas podían sostener su cuerpo—, quedaba doblado por la cintura, con su pecho apoyado sobre sus muslos, única manera de sostener el peso de su giba.
Si bien la gente de los alrededores lo trataba con deferencia, pues su trabajo de maestro mimbrero era muy cotizado en la zona, corrían ciertas historias sobre él, quizás provocadas por la envidia de sus magníficas labores, y los lugareños tenían cierta disposición a evitarlo cuando se cruzaban en algún lugar solitario ya que, aunque la pobre criatura era tan inofensiva como un bebé de pecho, su deformidad era tan grande que asustaba a sus vecinos, que apenas podían considerarlo un ser humano. De él se decía, por ejemplo, que tenía un gran dominio de la magia, y que podía mezclar pócimas y brebajes, y preparar encantamientos para enloquecer a un hombre, aunque lo cierto es que nunca nadie lo había comprobado personalmente.
Lo cierto es que Lushmore poseía unas manos realmente mágicas para trenzar todo tipo de juncos y mimbres, para tejer cestas y sombreros, y cuando no se encontraba sentado en su insólita posición, solía recorrer los alrededores, recogiendo los materiales que luego transformaba en verdaderas obras de arte, o marchando en su pequeña carreta hacia las ciudades vecinas, para vender el fruto de su trabajo.
Y así fue que en una ocasión, cuando regresaba de la ribera del río Main, donde solía recoger la mayoría de su materia prima, y se dirigía a la ciudad de Killead con una carga de canastos, como el pequeño Lushmore caminaba muy despacio por culpa de su enorme joroba, se había hecho ya completamente de noche cuando llegó al viejo túmulo de Knockgrafton, un lugar que la mayoría de los aldeanos evitaban por las noches.
Lushmore se sentía agotado por la caminata, y al pensar que aún le quedaban varias horas por delante, decidió sentarse bajo el túmulo para descansar un rato y, para entretenerse, se puso a contemplar el rostro de la luna, que lo observaba solemnemente entre las ramas de un añoso roble.
Repentinamente, llegaron a sus oídos los extraños acordes de una misteriosa canción, y el jorobado comprendió inmediatamente que jamás había escuchado una melodía tan fascinante como aquélla. Sonaba como un coro de infinitas voces, donde cada uno de sus integrantes cantara en un tono diferente, pero sus voces se armonizaban unas con otras de tal forma que parecía que salieran de una sola garganta. Escuchando con atención, Lushmore pronto pudo distinguir la letra de la canción que constaba de sólo cuatro palabras que se repetían tres veces: "Da Luan, Da Mort; Da Luan, Da Mort; Da Luan, Da Mort"; luego se producía una pausa y la tonadilla comenzaba de nuevo.
Lushmore escuchaba con el alma puesta en sus oídos y apenas respiraba por el temor a perder un sólo compás. Pronto comprendió que la canción provenía desde dentro del túmulo y, aunque al principio la música lo había ensimismado, con el paso del tiempo la letanía comenzó a aburrirlo, así que, aprovechando el intervalo que se producía después de las tres repeticiones de Da Luan, Da Mort, introdujo, con la misma melodía, las palabras "augus Da Dardeen"; luego siguió entonando Da Luan, Da Mort junto con las voces misteriosas y, cuando se produjo nuevamente la pausa, volvió a introducir su propio augus Da Dardeen.
Las hadas de Knockgrafton —porque no eran de otros las voces que entonaban aquella melodía— se maravillaron tanto al escuchar aquel agregado a su canción, que inmediatamente decidieron salir a buscar al genio cuyo talento musical hacía palidecer al de ellas; y así el pequeño Lushmore fue llevado hacia el interior del túmulo, a la velocidad de un tornado.
Una maravillosa vista acompañó su caída, mientras que la más excelsa de las músicas acariciaba sus oídos con cada uno de sus movimientos. Al llegar a su destino, la reina de las hadas y su séquito le depararon el más glorioso de los recibimientos, dándole una calurosa bienvenida, que llenó de gozo su corazón, y poniéndolo a la cabeza del coro; luego fue atendido a cuerpo de rey por una multitud de sirvientes y, en general, lo trataron como si fuera el hombre más importante del mundo.
Algo más tarde, mientras descansaba de su copioso banquete, Lushmore notó que las hadas se trababan en una ardorosa deliberación y, a pesar de la forma en que lo habían tratado, comenzó a sentir cierto temor hasta que la reina se acercó a él y le dijo:
¡Lushmore, Lushmore,
desecha todo temor,
esa giba que te aqueja
ya no te dará más dolor!
¡Mira al suelo y la verás
caerse con gran fragor!
Tan pronto como el hada pronunció estas palabras, el jorobado se sintió repentinamente tan leve y grácil que pensó que podría volar como los pájaros, o saltar a la luna de un solo brinco.
Con inmenso placer escuchó un gran golpe y, cuando miró hacia abajo, vio la joroba caída a sus pies, como una masa de carne informe. Entonces intentó hacer lo que nunca había hecho en su vida: levantó la cabeza con precaución, temeroso de golpearse contra el techo de la habitación en que se encontraba —tan alto le parecía ser ahora y miró a su alrededor, admirando el panorama que se extendía, desde una altura desde la cual nunca había contemplado escenario alguno.
Abrumado por las nuevas sensaciones que experimentaba, sintió que la cabeza le daba vueltas y más vueltas, y una nube pareció descender sobre sus ojos, hasta que cayó en un sueño profundo y, cuando despertó, se encontró tendido sobre la hierba, cerca del túmulo de Knockgrafton, al interior del cual las hadas lo habían llevado volando la noche anterior. Al abrir los ojos, pudo ver que ya era de día, el sol brillaba cálidamente en el cielo y los pájaros cantaban en las ramas del roble que se extendían sobre su cabeza.
Su primera acción, luego de decir sus oraciones, fue llevar la mano a su espalda, para tantear su joroba y, al no encontrarla, se sintió transportado por la alegría, porque se había convertido en un hombre gallardo y elegante; más aún, al contemplarse en las aguas del Lough Neagh se vio vestido con ropas nuevas, que hasta eso habían hecho las hadas por él. Recogió su mercadería, que estaba prolijamente acomodada sobre una de las piedras del túmulo, y reinició su interrumpido camino hacia Killead, ágil como una gacela y con un paso tan airoso como si toda su vida hubiera sido maestro de danzas. Al llegar a la ciudad, ninguno de los vecinos pareció reconocerlo sin su joroba, y le resultó difícil demostrarles que era el mismo Lushmore, el maestro mimbrero, que venía a entregarles sus pedidos.
No hace falta adelantar que no pasó demasiado tiempo antes de que la noticia de la desaparición de la giba de Lushmore corriera como reguero de pólvora por Killead y todos los pueblos cercanos, y que de todos ellos se acercaron a su choza multitudes de curiosos, a contemplar el milagro. Y así fue que una mañana, estando el mimbrero sentado frente a la puerta de su cabaña, trabajando con sus mimbres, una anciana se acercó a él y le pidió si podía indicarle el camino hacia Capagh, porque debía entrevistarse con un tal Lushmore, que allí vivía.
—No necesito indicarle nada, mi buena señora —respondió el aludido— porque usted ya está en Capagh y, para mayor precisión, le diré que se encuentra usted en presencia de la persona que está buscando.
—Me he llegado hasta aquí —agregó entonces la mujer— desde Mallow Fermoy, en el condado de Waterford, a muchos días de camino, porque oí decir que a ti las hadas te han quitado la joroba. Es que el hijo de una hija mía tiene una giba que va a causarle la muerte y quizás, si pudiera utilizar el mismo encantamiento que tú, se podría salvar. Así que te suplico que me enseñes el hechizo para tratar de curarlo.
Estas palabras conmovieron profundamente a Lushmore, que siempre había sido un hombre sensible, y le contó a la anciana todos los detalles de su aventura; cómo había agregado sus compases a la canción de las hadas de Knockgrafton y había sido transportado por ellas al interior del túmulo, cómo le había sido quitada mágicamente la joroba y cómo le habían regalado incluso un traje nuevo.
La mujer le agradeció sinceramente su relato y partió inmediatamente, con gran alivio en su corazón y ansiosa por poner en práctica las enseñanzas del maestro mimbrero. Una vez que hubo regresado a la casa de su nieto, cuyo nombre era Jack Madden, narró todo lo que había escuchado y, sin pérdida de tiempo, pusieron al pequeño jorobado sobre una carreta y emprendieron el camino hacia Knockgrafton. Era un largo viaje, pero a la anciana y su hija no les importaba, mientras que el muchacho fuera liberado de su deformidad.
Algunos días después, llegaron al túmulo, justo a la caída de la noche, dejaron al joven cerca de la entrada y se retiraron a una prudente distancia; lo que ni la madre ni la abuela tuvieron en cuenta fue que el jorobado, resentido por su deformidad, era un sujeto taimado y maligno, que gustaba de torturar a los animales y arrancarles las alas a los pájaros vivos y que, además, no tenía ni el más mínimo talento musical; pero eso es bastante comprensible, si consideramos que se trataba de su hijo y de su nieto, respectivamente.
No había pasado mucho tiempo desde que dejaran al joven jorobado cerca del túmulo, cuando éste comenzó a oír una suave melodía proveniente del túmulo que sonaba quizás más dulce que la que había escuchado Lushmore, ya que las hadas habían incorporado su agregado: "Da Luan, Da Morí; Da Luan, Da Morí; Da Luan, Da Morí, augus Da Dardeen" , aunque esta vez no había pausa alguna, ya que las palabras del trenzado llenaban el espacio vacío.
Jack Madden, para quien su único propósito era liberarse de su giba, no prestó la menor atención a la canción de las hadas, ni buscó el momento ni el tono musical adecuado para introducir su propia variante, sino que lo hizo una octava más alta de lo que los intérpretes lo hacían. Así que, tan pronto como comenzaron a cantar, irrumpió, sin importarle el ritmo ni el tiempo, con su frase "augus da Dardeen, augus da Hena", pensando que, si con un solo día de la semana, Lushmore había obtenido un traje, él probablemente obtendría dos.
Desafortunadamente, tan pronto como las palabras hubieron brotado de sus labios, fue elevado por los aires y precipitado al interior de la fosa, como su antecesor pero, a diferencia de aquél, las hadas comenzaron a congregarse a su alrededor, chillando, gritando y gruñendo:
—¿Quién es el que osa arruinar nuestra canción?
Hasta que una de ellas se acercó al joven, separándose del resto, y dijo:
—¡Jack Madden! Tu interrupción ha arruinado la canción que entonábamos con toda nuestra dedicación. Has profanado nuestro santuario, burlándote de nosotras, y mereces ser castigado severamente. ¡Por ello, desde ahora, llevarás dos jorobas en vez de una!
Alrededor de veinte de ellas —tan gráciles y pequeñas eran— trajeron la giba de Lushmore y la colocaron entre los hombros de Jack, encima de la suya propia, donde quedó tan fija como si hubiera sido clavada con clavos de seis pulgadas por un maestro carpintero. Luego echaron al desdichado del túmulo y cuando, por la mañana, su madre y su abuela lo vinieron a buscar, encontraron al joven medio muerto, tendido junto a la puerta del hillfort ¡Imaginen su espanto y su desesperación! Pero a pesar de su dolor, no se atrevieron a decir nada, por temor a que las hadas les pusieran otra joroba a cada una.
Y así regresaron con Jack Madden a su casa, con sus corazones y sus almas tan abatidos como nunca antes. Pero podían haberse ahorrado el esfuerzo; a causa del peso de la nueva joroba, sumado al anterior, y el trajín del largo y penoso viaje, Jack murió poco antes de llegar a su hogar. Sin embargo, al morir, sus dos jorobas desaparecieron misteriosamente. En las noches, junto al fuego, las ancianas cuentan a sus nietos que aquella terrible maldición fue llevada por las hadas de vuelta a Knockgrafton, ¡esperando a cualquiera que vaya a escuchar o intente interferir de nuevo el canto de las hadas de Knockgrafton!

Cuentos con hadas: Las hadas de C. Perrault

A veces, las hadas no aparecen en todo su esplendor, sino que hay que descubrirlas detrás de una viejita o una mendiga. Es el caso del siguiente cuento:



Érase una viuda que tenía dos hijas; la mayor se le parecía tanto en el carácter y en el físico, que quien veía a la hija, le parecía ver a la madre. Ambas eran tan desagradables y orgullosas que no se podía vivir con ellas. La menor, verdadero retrato de su padre por su dulzura y suavidad, era además de una extrema belleza. Como por naturaleza amamos a quien se nos parece, esta madre tenía locura por su hija mayor y a la vez sentía una aversión atroz por la menor. La hacía comer en la cocina y trabajar sin cesar.
Entre otras cosas, esta pobre niña tenía que ir dos veces al día a buscar agua a una media legua de la casa, y volver con una enorme jarra llena.Un día que estaba en la fuente, se le acercó una pobre mujer rogándole que le diese de beber.

-Como no, mi buena señora -dijo la hermosa niña.

Y enjuagando de inmediato su jarra, sacó agua del mejor lugar de la fuente y se la ofreció, sosteniendo siempre la jarra para que bebiera más cómodamente. La buena mujer, después de beber, le dijo:

-Eres tan bella, tan buena y tan amable, que no puedo dejar de hacerte un don -pues era un hada que había tomado la forma de una pobre aldeana para ver hasta dónde llegaría la gentileza de la joven-. Te concedo el don -prosiguió el hada- de que por cada palabra que pronuncies saldrá de tu boca una flor o una piedra preciosa.

Cuando la hermosa joven llegó a casa, su madre la reprendió por regresar tan tarde de la fuente.

-Perdón, madre mía -dijo la pobre muchacha- por haberme demorado-; y al decir estas palabras, le salieron de la boca dos rosas, dos perlas y dos grandes diamantes.

-¡Qué estoy viendo! -dijo su madre, llena de asombro-; ¡parece que de la boca te salen perlas y diamantes! ¿Cómo es eso, hija mía?

Era la primera vez que le decía hija.

La pobre niña le contó ingenuamente todo lo que le había pasado, no sin botar una infinidad de diamantes.

-Verdaderamente -dijo la madre- tengo que mandar a mi hija; mira, Fanchon, mira lo que sale de la boca de tu hermana cuando habla; ¿no te gustaría tener un don semejante? Bastará con que vayas a buscar agua a la fuente, y cuando una pobre mujer te pida de beber, ofrecerle muy gentilmente.

-¡No faltaba más! -respondió groseramente la joven- ¡ir a la fuente!

-Deseo que vayas -repuso la madre- ¡y de inmediato!

Ella fue, pero siempre refunfuñando. Tomó el más hermoso jarro de plata de la casa. No hizo más que llegar a la fuente y vio salir del bosque a una dama magníficamente ataviada que vino a pedirle de beber: era la misma hada que se había aparecido a su hermana, pero que se presentaba bajo el aspecto y con las ropas de una princesa, para ver hasta dónde llegaba la maldad de esta niña.

-¿Habré venido acaso -le dijo esta grosera mal criada- para darte de beber? ¡Justamente he traído un jarro de plata nada más que para dar de beber a su señoría! De acuerdo, bebe directamente, si quieres.

-No eres nada amable -repuso el hada, sin irritarse-; ¡está bien! ya que eres tan poco atenta, te otorgo el don de que a cada palabra que pronuncies, te salga de la boca una serpiente o un sapo.

La madre no hizo más que divisarla y le gritó:

-¡Y bien, hija mía?

-¡Y bien, madre mía! -respondió la malvada, echando dos víboras y dos sapos.

-¡Cielos! -exclamó la madre- ¿qué estoy viendo? ¡Tu hermana tiene la culpa, me las pagará! -y corrió a pegarle.

La pobre niña arrancó y fue a refugiarse en el bosque cercano. El hijo del rey, que regresaba de la caza, la encontró y viéndola tan hermosa le preguntó qué hacía allí sola y por qué lloraba.

-¡Ay!, señor, es mi madre que me ha echado de la casa.

El hijo del rey, que vio salir de su boca cinco o seis perlas y otros tantos diamantes, le rogó que le dijera de dónde le venía aquello. Ella le contó toda su aventura.

El hijo del rey se enamoró de ella, y considerando que semejante don valía más que todo lo que se pudiera ofrecer al otro en matrimonio, la llevó con él al palacio de su padre, donde se casaron.

En cuanto a la hermana, se fue haciendo tan odiable, que su propia madre la echó de la casa; y la infeliz, después de haber ido de una parte a otra sin que nadie quisiera recibirla, se fue a morir al fondo del bosque.


Moraleja

Las riquezas, las joyas, los diamantes
son del ánimo influjos favorables,
Sin embargo los discursos agradables
son más fuertes aun, más gravitantes.


Otra moraleja

La honradez cuesta cuidados,
exige esfuerzo y mucho afán
que en el momento menos pensado
su recompensa recibirán.

Cuentos con hadas: La Bella Durmiente



Érase una vez una reina que dio a luz una niña muy hermosa. Al bautismo invitó a todas las hadas de su reino, pero se olvidó, desgraciadamente, de invitar a la más malvada. A pesar de ello, esta hada maligna se presentó igualmente al castillo y, al pasar por delante de la cuna de la pequeña, dijo despechada: "¡A los dieciséis años te pincharás con un huso* y morirás!" Un hada buena que había cerca, al oír el maleficio, pronunció un encantamiento a fin de mitigar la terrible condena: al pincharse, en vez de morir la muchacha permanecería dormida durante cien años y sólo el beso de un joven príncipe la despertaría de su profundo sueño.
Pasaron los años y la princesita se convirtió en la muchacha más hermosa del reino. El rey había ordenado quemar todos los husos del castillo para que la princesa no pudiera pincharse con ninguno. No obstante, el día que cumplía los dieciséis años, la princesa acudió a un lugar del castillo que todos creían deshabitado, y donde una vieja sirvienta, desconocedora de la prohibición del rey, estaba hilando. Por curiosidad, la muchacha le pidió a la mujer que le dejara probar. "No es fácil hilar la lana", le dijo la sirvienta. "Mas si tienes paciencia te enseñaré." La maldición del hada malvada estaba a punto de concretarse. La princesa se pinchó con un huso y cayó fulminada al suelo como muerta.

Médicos y magos fueron llamados a consulta. Sin embargo, ninguno logró vencer el maleficio. El hada buena, sabedora de lo ocurrido, corrió a palacio para consolar a su amiga la reina. La encontró llorando junto a la cama llena de flores donde estaba tendida la princesa. "¡No morirá! ¡Puedes estar segura!" la consoló, "Sólo que por cien años ella dormirá". La reina, hecha un mar de lágrimas, exclamó: "¡Oh, si yo pudiera dormir!" Entonces, el hada buena pensó: "Si con un encantamiento se durmieran todos, la princesa, al despertar encontraría a todos sus seres queridos a su entorno". La varita dorada del hada se alzó y trazó en el aire una espiral mágica. Al instante todos los habitantes del castillo se durmieron. "¡Duerman tranquilos! Volveré dentro de cien años para el despertar", dijo el hada echando un último vistazo al castillo, ahora inmerso en un profundo sueño.

En el castillo todo había enmudecido, nada se movía con vida. Péndulos y relojes repiquetearon hasta que su cuerda se acabó. El tiempo parecía haberse detenido realmente. Alrededor del castillo, sumergido en el sueño, empezó a crecer, como por encanto, un extraño y frondoso bosque con plantas trepadoras que lo rodeaban como una barrera impenetrable. En el transcurso del tiempo, el castillo quedó oculto con la maleza y fue olvidado de todo el mundo.

Pero al término del siglo, un príncipe, que perseguía a un jabalí, llegó hasta sus alrededores. El animal herido, para salvarse de su perseguidor, no halló mejor escondite que la espesura de los zarzales que rodeaban el castillo. El príncipe descendió de su caballo y, con su espada, intentó abrirse camino. Avanzaba lentamente porque la maraña era muy densa. Descorazonado, estaba a punto de retroceder cuando, al apartar una rama, vio...

Siguió avanzando hasta llegar al castillo. El puente levadizo estaba bajado. Llevando al caballo sujeto por las riendas, entró, y cuando vio a todos los habitantes tendidos en las escaleras, en los pasillos, en el patio, pensó con horror que estaban muertos. Luego se tranquilizó al comprobar que sólo estaban dormidos. "¡Despierten! ¡Despierten!", chilló una y otra vez, pero en vano. Cada vez más extrañado, se adentró en el castillo hasta llegar a la habitación donde dormía la princesa. Durante mucho rato contempló aquel rostro sereno, lleno de paz y belleza; sintió nacer en su corazón el amor que siempre había esperado en vano. Emocionado, se acercó a ella, tomó la mano de la muchacha y delicadamente la besó...

Con aquel beso, de pronto la muchacha se desperezó y abrió los ojos, despertando del larguísimo sueño. Al ver frente a sí al príncipe, murmuró:

-¡Por fin has llegado! En mis sueños acariciaba este momento tanto tiempo esperado.

El encantamiento se había roto. La princesa se levantó y tendió su mano al príncipe. En aquel momento todo el castillo despertó. Todos se levantaron, mirándose sorprendidos y diciéndose qué era lo que había sucedido. Al darse cuenta, corrieron locos de alegría junto a la princesa, más hermosa y feliz que nunca. Al cabo de unos días, el castillo, hasta entonces inmerso en el silencio, se llenó de cantos, de música y de alegres risas con motivo de la boda.

* Huso n. m. (lat. fusum). Instrumento para torcer y arrollar, en el hilado a mano, el hilo que se va formando. Instrumento cónico alrededor del cual se enrolla el hilo de algodón, seda, etc.

Cuentos de hadas: La cenicienta

Anónimo (también hay versiones de los hermanos Grimm y de Perrault)

Hubo una vez una joven muy bella que no tenía padres, sino madrastra, una viuda impertinente con dos hijas a cual más fea. Era ella quien hacía los trabajos más duros de la casa, y como sus vestidos estaban siempre tan manchados de ceniza, todos la llamaban Cenicienta.
Un día el rey de aquel país anunció que iba a dar una gran fiesta a la que invitaba a todas las jóvenes casaderas del reino.
-Tú, Cenicienta, no irás -dijo la madrastra-. Te quedarás en casa fregando el suelo y preparando la cena para cuando volvamos.
Llegó el día del baile y Cenicienta, apesadumbrada, vio partir a sus hermanastras hacia el Palacio Real. Cuando se encontró sola en la cocina no pudo reprimir sus sollozos.
-¿Por qué seré tan desgraciada? -exclamó.
De pronto se le apareció su Hada Madrina.
-No te preocupes -exclamó el Hada-. Tú también podrás ir al baile, pero con una condición: que cuando el reloj de Palacio dé las doce campanadas tendrás que regresar sin falta.
Y tocándola con su varita mágica la transformó en una maravillosa joven.
La llegada de Cenicienta al Palacio causó honda admiración. Al entrar en la sala de baile, el Príncipe quedó tan prendado de su belleza que bailó con ella toda la noche. Sus hermanastras no la reconocieron y se preguntaban quién sería aquella joven.
En medio de tanta felicidad, Cenicienta oyó sonar en el reloj de Palacio las doce.
-¡Oh, Dios mío! ¡Tengo que irme! -exclamó.
Como una exhalación atravesó el salón y bajó la escalinata, perdiendo en su huida un zapato, que el Príncipe recogió asombrado.
Para encontrar a la bella joven, el Príncipe ideó un plan. Se casaría con aquella que pudiera calzarse el zapato. Envió a sus heraldos a recorrer todo el Reino. Las doncellas se lo probaban en vano, pues no había ni una a quien le fuera bien el zapatito.
Al fin llegaron a casa de Cenicienta, y claro está que sus hermanastras no pudieron calzar el zapato, pero cuando se lo puso Cenicienta vieron con estupor que le quedaba perfecto.
Y así sucedió que el Príncipe se casó con la joven y vivieron muy felices.
FIN

Cuentos de hadas: El mentiroso

Antes de contaros lo que le pasó a este viejo charlatán, debo aclarar que hacía varios años que Shaun-Mor había tomado por costumbre contar mentiras sobre las hadas. A éstas no les gustaba mucho estas historias, pero habían aceptado con resignación los cuentos de viejo chiflado. Todo empezó una noche en la taberna, cuando contó que una mañana se encontró unas hadas cargando sacos en un almacén y se había puesto a ayudarlas. Desde entonces cada noche contaba una historia. Hablaba a los presentes de sus costumbres que, según él, conocía perfectamente, contaba anécdotas, incluso llegó a afirmar que era tal la amistad con ellas que le estaban enseñando sus poderes. Y poco a poco fue añadiendo detalles a sus relatos.
Pero una noche, no se sabe si porque las hadas estaban de peor humor o estaban hartas de tanta mentira, decidieron gastarle una broma. Y no era para menos. Allí, en la taberna, rodeado de borrachos, el viejo atraía la atención de todos contando que las hadas le estaban enseñando sus secretos y ahora era tan sabio como ellas.
El viejo Shaun-Mor representaba todo lo que ellas odiaban: las mentiras, la prepotencia, la altanería, y muy ofendidas se pusieron manos a la obra.
Ya había abandonado el viejo la taberna cuando miró confundido la ciudad. Un ancho río atravesaba de izquierda a derecha su casa y no podía cruzar. No sabía qué pensar, pero empezó a sentir mucho miedo. De pronto a su espalda oyó un fuerte batir de alas. Se volvió y encontró ante él una enorme águila que le miraba.
- Sube a mi espalda- le dijo- y te llevaré donde quieras.
Y sintió el anciano cómo se elevaba del suelo sobre su espalda y ascendía cada vez más rápido. Cerró los ojos para evitar el mareo que empezaba a notar en su barriga, y minutos después sentía cómo aterrizaban. Abrió los ojos y vio asustado algo que parecía el pico de una alta montaña, pero como si estuviera al revés, porque no encontraba la falda de la montaña.
- ¿Qué hacemos aquí? Llévame a mi casa.
- Yo he cumplido con mi parte. Grita un poco y verás cómo vienen tus amiguitas las hadas a ayudarte- y desapareció.
Miraba la montaña intentando saber cómo escapar de allí, cuando se abrió una roca y empezó a resbalar. Shaun-Mor gritaba de nuevo mientras trataba de agarrarse a cualquier desnivel del terreno. De pronto, frenó en seco al sujetarse a un pico fuertemente. Sus pies colgaban y, por si acaso, no se atrevía a mirar para abajo.
- ¿No te da vergüenza estar ahí colgado, Shaun-Mor? - le preguntó el jefe de una bandada de gansos que volaban cerca de él.- ¿No crees que ya has bebido suficiente por hoy?
- No me dejes solo, amigo. Ha sido una broma de las hadas. Ayúdame y te estaré eternamente agradecido.
Y se agarró como pudo a una de sus patas mientras sentía que el vértigo aumentaba de nuevo. Entonces, un golpe brusco le hizo volver en sí. Antes de poder abrir los ojos un cubo de agua fría mojaba su cara.
- Amada mía, ¿por qué me tiras ese cubo? Así recibes a tu marido.
- ¿Que si así lo recibo?¿Tú crees que estas son horas de llegar y en ese estado? No debería ni mirarte, a saber qué has estado haciendo. Entra, anda.
- Que no, mujer, que han sido las hadas
- Sí, sí, las hadas, como si no te conociera.
Y entró en casa dándole la espalda. Dicen que esa noche el viejo Shaun-Mor contó a su mujer una historia sobre unas hadas perversas que le habían llevado a la luna y que gracias a una bandada de gansos estaba de nuevo en casa, pero, ¿quién iba a creer a un viejo borracho? Y ya nunca más volvió a contar historias.

Hadas con valores: El Hada y la sombra o sobre la lealtad

El siguiente cuento, además de ser un hermoso relato, nos puede servir para tratar los valores, en este caso, la lealtad.

Hace mucho, mucho tiempo, antes de que los hombres y sus ciudades llenaran la tierra, antes incluso de que muchas cosas tuvieran un nombre, existía un lugar misterioso custodiado por el Hada del Lago. Justa y generosa, todos sus vasallos siempre estaban dispuestos a servirle. Y cuando unos malvados seres amenazaron el lago y sus bosques, muchos se unieron al hada cuando les pidió que la acompañaran en un peligroso viaje a través de ríos, pantanos y desiertos en busca de la Piedra de Cristal, la única salvación posible para todos.

El Hada advirtió de los peligros y dificultades, de lo difícil que sería aguantar todo el viaje, pero ninguno se asustó. Todos prometieron acompañarla hasta donde hiciera falta, y aquel mismo día, el Hada y sus 50 más leales vasallos comenzaron el viaje. El camino fue aún más terrible y duro que lo había anunciado el hada. Se enfrentaron a bestias terribles, caminaron día y noche y vagaron perdidos por el desierto sufriendo el hambre y la sed. Ante tantas adversidades muchos se desanimaron y terminaron por abandonar el viaje a medio camino, hasta que sólo quedó uno, llamado Sombra. No era el más valiente, ni el mejor luchador, ni siquiera el más listo o divertido, pero continuó junto al hada hasta el final. Cuando ésta le preguntaba que por qué no abandonaba como los demás, Sombra respondía siempre lo mismo:

- “Os dije que os acompañaría a pesar de las dificultades, y eso es lo que hago. No voy a dar media vuelta sólo porque haya sido verdad que iba a ser duro”.

Gracias a su leal Sombra pudo el Hada por fin encontrar la Piedra de Cristal, pero el monstruoso Guardián de la piedra no estaba dispuesto a entregársela. Entonces Sombra, en un último gesto de lealtad, se ofreció a cambio de la piedra quedándose al servicio del Guardián por el resto de sus días…

La poderosa magia de la Piedra de Cristal permitió al hada regresar al lago y expulsar a los seres malvados, pero cada noche lloraba la ausencia de su fiel Sombra, pues de aquel firme y generoso compromiso surgió un amor más fuerte que ningún otro. Y en su recuerdo, queriendo mostrar a todos el valor de la lealtad y el compromiso, regaló a cada ser de la tierra su propia sombra durante el día; pero al llegar la noche, todas las sombras acuden al lago, donde consuelan y acompañan a su triste Hada.

De: Pedro Pablo Sacristán

Cuentos con hadas: Las hadas y la lechera



Extraído de la página del maestrocuentacuentos, más que un cuento es una aclaración sobre estos mágicos seres.
El texto transcrito:
Las hadas.


Preguntadle a alguien si cree en las hadas. Pocos confesarán que creen ellas, pero hubo un tiempo en el que el hombre y la naturaleza vivían en unión y las creían tan reales como nos son hoy un frigorífico o el televisor.
Cuentan que hace mucho tiempo, en el valle de Yorkshire, en Inglaterra, una lechera ordeñaba cada mañana las vacas de su granja, y era tan excelente la leche que daban, que todos sus vecinos disputaban por comprarla y que no les faltara. Pero esto unos años antes no era así. Veréis, la lechera notó que una de sus vacas, la mejor, había dejado de dar leche. No parecía enferma, sin embargo de sus ubres no se extraía ni una sola gota de leche. ¡Oh, misterio! La lechera recordó entonces un remedio que le había enseñado su abuela. Colocó en una esquina del establo un trébol de cuatro hojas, el cual tenía el don de alejar los malos espíritus. No sabía la pobre mujer que el trébol, si lo dejaba varias horas sin moverlo, anulaba la magia de las hadas y las hacía visibles a los ojos humanos. ¡Imaginaos la sorpresa que se llevó la lechera cuando descubrió a unas cuantas diminutas hadas que se llevaban en un cubo la leche de su vaca!
-¿Qué estáis haciendo? –les gritó.
Las hadas le contaron que la princesa Isayn había tenido un nuevo hijito y que no tenía leche suficiente para alimentarlo y el pequeño era muy tragón... Las hadas le prometieron que si les dejaba retirar la leche hasta que el bebé creciera, nunca le faltaría la leche en su granja.
Y así fue cómo la mujer consiguió hacerse con la mejor leche de la comarca, gracias a las hadas.

Cuento con hadas: Ricardito el Copetudo de Perrault

Ricardito el Copetudo from Fantasia 10 on Vimeo.